Esa vehemente antipatía

Nadie renuncia al placer de odiar, la simpatía y la aversión son inherentes al temperamento, sostienen el andamio emocional. Abominación y aprecio son una sola cosa, sustancia bipolar, quizá es por eso que ha fracasado la propuesta de Voltaire para remediar el insano deporte de la discordia: tolerarnos mutuamente. Al fin y al cabo, dijo el pensador francés, “somos débiles, inconsecuentes, y sujetos a la mutabilidad y el error” (Diccionario filosófico).

La abominación y el repudio son elementos naturales, sí, pero para alcanzar aquel estadio del que también habló Voltaire, la alteridad, es necesario conciliar el peso de cada impulso y, sobre todo, razonar nuestros aprecios y ojerizas. Con solo meditar por qué algo o alguien nos es grato o desagradable podríamos toparnos con la verdadera esencia de lo que hay dentro de nosotros aunque, posiblemente, no nos guste lo que lleguemos a encontrar.

Últimamente, la antipatía avasalla a la afinidad en medios y redes. Es el potingue que más se expele, el que envenena los extraños eslabones del pacto social pues la hostilidad es expansiva: al expresar la malquerencia por alguien o algo se ataca frontalmente a los adeptos de ese alguien o algo, porque es más común que los argumentos de la repulsa sean escasos o incluso inexistentes, se insulta a mansalva o se menosprecia o vitupera con gratuidad y sin sentido, se obvian ciertos detalles o se ningunean virtudes, se defienden figuras o hechos impresentables en aras de denigrar a los opuestos.

Ejemplos sobran: en el todavía fresco affaire de Carmen Aristegui–MVS, alguien filtró las facturas de los pagos que la periodista recibía por su programa —asunto de privados y no de interés público, vale la pena recordar—, lo que enardeció la inquina de sus detractores, colegas periodistas la mayoría de ellos, para los que los honorarios incriminan mientras que las transas de la política son perfectamente comprensibles. La muerte de Eduardo Galeano también sirvió para practicar la tirria en ciertos espacios de opinión, se le tildó de “santón” de izquierda, de explotador de causas y movimientos, se despreció su obra sin tomar en cuenta que, por ejemplo, Las venas abiertas de América Latina surgió en un contexto de dictaduras militares auspiciadas por Estados Unidos (el triángulo Argentina–Uruguay–Chile), que formó parte de una mirada generacional completamente diferente a la de estos días. Y sí, tal vez el libro de Galeano ahora sea un panfleto demodé pero es imposible negar el impacto que generó entre continentes.

También está el caso de Günter Grass. Su reclutamiento en las Warffen–SS del Reich a los 17 años, episodio que él mismo relató en sus memorias, se convirtió en una mácula que lo persiguió denodadamente, un crimen del que él no era del todo responsable. No obstante, todavía hay quienes sostienen que Grass fue un tipo indigno de la admiración y el reconocimiento.

La antipatía podría ser beneficiosa para una sociedad tan compleja, tan diversa, basta con pensar en un cuerpo estreñido. Si no evacuamos la ponzoña, lo más probable sea que ese organismo llegue a la implosión pero quizá sus propiedades lenitivas serían mejores si se argumentara (o razonara) la propia repugnancia. Diseminar la aversión con puros dicterios solo alimenta más encono, cuando el disenso nos mueve a esclarecer las ideas contrarias y solo nos topamos con incontables necedades.