IVANRIOSGASCON

literatura y opinión

El admirador impertinente

Orgulloso del bodriejo que está a punto de acabar, el cineasta Máximo Espejo (Francisco Rabal) observa embelesado el desarrollo de la escena pero no por la acción sino por la estrella: Marina Osorio (Victoria Abril) intenta escapar de la creatura que la asedia, un tipo musculoso con una máscara de acero, pero las cosas se complican y al final ella lo ahorca con la cuerda hecha de sábanas con la que pretendía huir por el balcón.
El equipo festeja la escena y se retira. Marina Osorio se queda sola en el plató en busca de algo, y Máximo Espejo vuelve lenta, sigilosamente. Desde su silla de ruedas contempla a Marina arrodillada en el escenario, la cara triste, con un dejo de angustia. De pronto, ella lo descubre. En el rostro del viejo se dibuja el arrobo, el éxtasis, la adoración. Sin ponerse en pie, lo increpa: “No me gusta que me mires así”. Máximo Espejo responde: “No te miro. Te admiro”.
Así comienza Átame! (1989) de Pedro Almodóvar, una de las películas emblemáticas del manchego para el que las mujeres son el centro de sus historias hilarantes, románticas, oscuras, kitsch, neuróticas, obsesivas, telúricas y melancólicas, porque Almodóvar conoce a la perfección las turbulentas pasiones femeninas. Sus mejores personajes son ellas, siempre ellas, los hombres son elementales, burdos, patéticos, idiotas, incluso en cintas como Matador (1986), La ley del deseo (1987) o La mala educación (2004). Átame! se recuerda siempre por el buzo en la bañera (ah, ese goce acuático que Guillermo del Toro revive hoy en La forma del agua); por el enigmático secuestrador, rudo pero sentimental hasta la ñoñez, llamado Ricky (Antonio Banderas); por la cama como jaula con barrotes de soga; por el enamoramiento forzado; por la erupción carnal que acopla a Marina con su carcelero a pesar de los hematomas e hinchazones. Átame! es la súplica amorosa de uno a otra, de otra a uno: “¿Si te dejo suelta estarás cuando regrese?”, pregunta Ricky, y Marina contesta: “Mejor, átame”. Y en tanto, Máximo Espejo edita su bodriejo contemplando a Marina una y otra y otra vez. Quizá recuerda cuando la vio en el plató, arrodillada y vulnerable, y ella le dijo que no le gustaba cómo la miraba y él objeta: “No te miro. Te admiro”.
Admirador es el que admira. Busquemos en la Real Academia Española. Admirar: “1. Causar sorpresa la vista o consideración de algo extraordinario o inesperado; 2. Ver, contemplar o considerar con estima o agrado especiales a alguien o algo que llaman la atención por cualidades juzgadas como extraordinarias. U. t. c. prnl.; 3. Tener en singular estimación a alguien o algo, juzgándolos sobresalientes y extraordinarios” (http://dle.rae.es/?id=0mcCwDF).
“Avenida/ avenidas y flores/ flores/ flores y mujeres/ avenidas/ avenidas y mujeres/ avenidas y flores y mujeres y un admirador”. Eso lo escribió el poeta suizo de origen boliviano Eugen Gomringer. Sus versos, en español, adornaban la fachada de la universidad berlinesa Alice Solomon desde 2011 hasta que ahora, 7 años después, las universitarias alemanas detectaron que la palabra admirador es sexista y el poema impertinente por ofrecer una imagen estereotipada de la mujer.
La palabras, una vez más, la palabras. Son bálsamo o toxina, antídoto o ponzoña. Las palabra son un virus (William Burroughs dixit). Sus cualidades varían según el espíritu que las absorba.

El monstruo de James Whale

Frankenstein, de James Whale (1931), no solo es la versión fílmica más famosa de las adaptaciones iniciales de la obra de Mary W. Shelley publicada hace 200 años —en realidad es la número cuatro: la primera fue Frankenstein, de Andres Tung (1910), producida por Thomas Edison y rodada en los Ediston Studios del Bronx; la segunda y la tercera fueron filmes inspirados pero no basados en la novela: Life Without Soul, de Joseph Smiley (1915) e Il mostro di Frankenstein, de Eugenio Testa (1921)— sino la película que instauró la imagen universal de la Creatura que el melancólico y oscuro científico devolvió a la vida: con el maquillaje de Jack Pierce, Boris Karloff interpretó a un gigantesco ser de cráneo cuadrangular, rostro atravesado de costuras, electrodos en el cuello. Un adefesio que se mueve rígido y pesado, que gruñe con huraña altanería e inclina el mentón para mirar de abajo a arriba (ese gesto malvado que tanto gustaba a Stanley Kubrick, pensemos en el pandillero Alex DeLarge de Naranja mecánica, en Jack Torrance de El resplandor o en el recluta Leonard “Gomer Pyle” Lawrence de Cara de guerra).

También, la cinta de Whale fue la primera que sacó provecho de los efectos sonoros (la tierra que cae sobre un ataúd o los truenos encima del castillo) con los que aterrorizó al público aun cuando técnicamente no fue concebida con ese fin, pues el horror como género no existía (el concepto se acuñó en 1934) y, sobre todo, el filme que grabó en la memoria colectiva la soflama alucinada del Creador, “¡Está vivo! ¡Está vivo!”. Y sin embargo, la película de Whale no tomó como referencia el texto de Mary Wollstonecraft sino la adaptación teatral de Peggy Webling. Incluso, en los créditos aparecía el (la) autor (a) de la novela como “Mrs. Percy B. Shelley” (o confundieron al poeta con la novelista o intentaron referirse a ella con un epíteto del talante de la “Señora de Percy B. Shelley”). Quizá es por eso que años más tarde, en 1935, Whale se tomó la libertad de hacer una secuela, La novia de Frankenstein, con Elsa Lanchester en un doble papel, el de la escritora londinense y el de la novia del monstruo, y repitiendo a Karloff en el rol de la Creatura, solo que ahora sí, por pudor o por cinismo, los créditos indican que el guión adjudicado a William Hurlbut se inspiró “en la historia original escrita por Mary Shelley”.

“¡Está vivo! ¡Está vivo!”… La exclamación que, por cierto, no está en la novela, ya es un cliché. Se oye lo mismo en El joven Frankenstein de Mel Brooks (1974), que en la ópera rock El show de terror de Rocky (musical de Richard O’Brien y película de Jim Sharman) o en la entrañable Frankenweenie de Tim Burton.

¿Y el monstruo diseñado para el filme de Whale? Esa Creatura que no se describe en la novela es la imagen recurrente de todo el mundo al pensar en Frankenstein, aunque tampoco así se llamaba el monstruo, y su parodia más desopilante es la del Herman Munster que interpretó Fred Gwynne en la serie televisiva de la década de 1960, La familia Munster. Y aunque Universal Pictures posee el copyright del maquillaje diseñado por Jack Pierce, debemos recordar que ese espantajo no fue un invento original, pues es idéntico a las creaturas del aguafuerte Los Chinchillas, número 50 de Los Caprichos, que Francisco de Goya publicó en 1799.

Los Chinchillas. Francisco de Goya, 1799

 

William H. Gass (1924–2017)


Los prosistas más brillantes suelen renegar de su talento y no por falsa modestia sino porque la búsqueda de la perfección los vuelve cobardes e inseguros: cada párrafo les infunde el vértigo de caminar por la cuerda floja. Los mejores prosistas suelen meditar palabra por palabra y extraviarse en el sentido, la acepción, la cadencia de los vocablos. Inclusive, algunos se ofuscan si la armonía de una frase decae en el ritmo porque piensan el texto como una partitura: el buen escritor escucha, siempre escucha.
William H. Gass tardó 26 años en escribir su novela El túnel (1995). La razón, decía, era porque escribía muy lento y muy mal, así que corregía, borraba y reescribía constantemente para, al menos, “alcanzar la mediocridad”.
La explicación de Gass puede sonar a falsedad, impostura, a exageración (sobre todo en boca de él, que para entonces ya había publicado Omsetter’s Luck y la novela experimental Willie Master’s Lonesome Wife, pero también esos cinco relatos perfectos de En el corazón del corazón del país, obra maestra no sólo de la América descarnada sino de las emociones más profundas del ser y su inexorable condición de finitud), pero no. Gass era sincero al describirse como un pésimo prosista y no porque sus párrafos fueran oscuros o feos o insípidos o incoherentes, sino porque la belleza y la complejidad de su lenguaje, como todo en el arte, aún era perfectible.
El estilo de Gass es análogo al de William Gaddis. Su eco también está presente en la prosa de David Foster Wallace, eco que surge de la contemplación de los detalles jeroglíficos, del oído atento a las voces, los rumores, el ruido mundano que no siempre es sonido desnudo porque la resonancia también tiene su propia narrativa, como una cuerda que se hala o, digamos, la espiral fabuladora que sostiene el vínculo entre el mundo real y la imaginación. Las ficciones de Gass tienen como origen un instante introspectivo, emergen de una partícula errante en el escenario que dispone: en El túnel, William Frederick Kohler intenta redactar la introducción a su estudio sobre la culpa y la inocencia en la Alemania de Hitler, y en esa insignificante travesía intelectual vuelve sobre su pasado e invoca a los vivos y los muertos.
En “En el corazón del corazón del país”, texto que da nombre al volumen conformado por “El chico de Pedersen”, “La señora Ruin”, “Carámbanos” y “El orden de los insectos”, Gass describió impecablemente lo que somos: “Nuestros ojos, como los de los ancianos, miran hacia adentro. Y no hay nadie que se apiade de nosotros”. En “La señora Ruin” mostró que la belleza no es relativa sino absoluta, que la perfección se produce en lo grotesco, y cuenta: “En el Medioevo se hablaba de un arroyo de agua fresca tan dulce y tan pura que, al beberla, dotaba al espíritu de elocuencia, y a la mente, de bendiciones. Aun así, cuando los hombres seguían su curso hasta la fuente de donde manaba, se encontraban con que brotaba de las mandíbulas putrefactas de un perro muerto. De modo que los fieles predicaron sobre cómo de un mundo fétido, corrupto y malvado podría salir uno inmaculado, perfecto, bueno…” No hay metáfora más aguda, se lea en el sentido en que se lea. Y en los puebluchos de Ohio e Indiana, esos sitios crueles y violentos que Gass prefirió para su narrativa por razones autobiográficas (su infancia transcurrió en un sitio semejante y no fue nada amable), es posible encontrar algo sublime aunque brote de lo infame.
El 6 de diciembre Gass cerró el libro de la vida para siempre. Tenía 93 años. Quizá en este momento algo o alguien lo reescribe.

 

Los verdugos de Balthus

Entre otros elementos, la pintura eterniza lo humano que refulge en el instante: un gesto, una postura, esa levedad que transpira el cuerpo al sublimarse para una mirada atenta (del pintor) pero a la vez indiferente a su desdoblamiento en la tela y los pinceles,  impasible a pesar de la inminencia de su inmortalidad. Entre muchos otros elementos, la pintura despoja al cuerpo de su esencia, hace a un lado la cáscara epidérmica para exhumar el alma y dejarnos ver un paisaje parecido a lo que somos, y éste puede ser poético, revulsivo, ordinario o infinito. La pintura es espejo bifronte. Lo mismo que la fotografía, el cine y la literatura porque lo humano es su material y lo intelectivo su materia y es en este punto donde el arte colisiona con la exacerbación moral, la paranoia, el prejuicio, el ciego deseo por librar batallas personales disfrazadas de cruzada por el bien común.

A dieciséis años de su muerte, Balthus ha reunido en pocos días la incómoda suma de 9 mil acusadores, verdugos, linchadores, querellantes o inquisidores, que firmaron una petición para que el Museo Metropolitano de Nueva York retire o “contextualice” (sabrá dios, y ellos, lo que plantean con ese verbo) la pintura Therese soñando, fechada en 1938, y que muestra a una joven descansando en una silla, el pie derecho en el piso, el izquierdo en el asiento. Un gato lengüetea un plato y su lomo casi roza la falda de Therese. Ella se agarra la coronilla, luce relajada con los ojos cerrados y el semblante inclinado a la derecha. Su espalda descansa en un cojín de tono verde. El resto del escenario es pared desnuda con rayas verticales, una mesa con un bote, un jarrón, un florero y un lienzo revuelto que podría ser una bata o una sábana o quizá solo un trapo viejo. Otra silla lanza su sombra en las patas de la mesa. La Therese de Balthus proyecta paz, sosiego, el placer de un descanso merecido pero no. Según Mia Merrill, la instigadora de la petición para expulsar o “contextualizar” el cuadro, hay algo “perturbador” e infame en esta obra: Therese muestra su braga blanca con desparpajo y con ello incita al voyeurismo, a la pederastia. Merrill y sus seguidores respaldan sus argumentos aludiendo a estos horrorosos tiempos de Harvey Wienstein, Kevin Spacey y la horda de monstruos acosadores de Hollywood: “Dado el reciente clima sobre el acoso sexual y las acusaciones que se hacen más públicas cada día, al exhibir este trabajo a las masas sin proveer ningún tipo de clarificación, el Met está, tal vez sin intención, respaldando el voyeurismo y la cosificación de los niños”, escribe Merrill en su carta.

Lo alarmante de ese párrafo es la línea:al exhibir este trabajo a las masas sin proveer ningún tipo de clarificación”. ¿Clariqué? El fanático de las atrocidades suele menospreciar al espectador o al lector como sujeto, como un solo individuo con cerebro propio y herramientas cognitivas, y lo echa en el feo costal de la masa informe, anónima e ignorante; el gran fabricante de víctimas escupe a la inteligencia ajena y clama por pedagogías a la medida de sus fobias y terrores y, paradójicamente, a veces también a la medida de sus propias tentaciones; el peor de los traficantes de miseria siempre exige ambulancias para la masa (o sea usted, yo y todo el mundo), pues solo somos desvalidos intelectuales y sacos de grasa saturada de impulsos instintuales.

Por fortuna, el Met se negó rotundamente a las grotescas (y groseras) pretensiones de Merrill y sus acólitos, 9 mil cancerberos de la masa que seguramente maldicen la obra de Velázquez, Rubens, Ingres o Degas, que si tuvieran ante sus ojos El origen del mundo, de Gustave Courbet, clamarían por que el museo despida al curador y contrate a un exorcista.

Los castillos imposibles de Lewis Mumford

En 1922, el historiador, sociólogo, filósofo de la tecnología y crítico de arte y de arquitectura Lewis Mumford publicó su primer libro, Historia de las utopías, un brillante recorrido por el pensamiento utópico y los mitos que influyeron en Occidente, cuyos ecos resonaban todavía en las utopías sociales parciales del siglo XX.

Mumford desentrañó las obras de Platón a Henry Morley a partir del concepto inglés de commonwealth, que se refiere a una comunidad política organizada para el bien colectivo, y delineó los dos matices que rigen el mundo ideal: las utopías de escape y las utopías de reconstrucción. En las primeras, lo que él llamó el idolum o pseudoentorno, el substituto del mundo exterior que es ese espacio imaginario en el que todos, en algún momento, nos refugiamos, funciona como mecanismo de compensación que libera de forma inmediata las dificultades o frustraciones que padecemos día con día. Las segundas, por su parte, se fincan en las aspiraciones a futuro, son una suerte de plan o proyecto transformador. Sobre las utopías de escape y las de reconstrucción, Mumford dijo: “La primera deja al mundo tal como es; la segunda trata de cambiarlo, de forma que podamos interactuar con él en nuestros propios términos. En un caso, construimos castillos imposibles en el aire; en el otro, consultamos al agrimensor, al arquitecto y al albañil y procedemos a la construcción de una casa que satisfaga nuestras necesidades básicas, hasta el punto —claro está— en que las casas hechas de piedra y argamasa puedan lograr tal fin”.

Las utopías surgen del inconformismo. Crean ciudades perfectas y apacibles, commonwealths ideales cuya naturaleza corresponde a la época y su pensamiento tradicional, de ahí las diferencias o coloraciones que Mumford halla en su exhaustivo periplo por la República de Platón, la Utopía de Tomás Moro, Cristianópolis de Johann Valentin Andrae, Nueva Atlántida de Francis Bacon, La Ciudad del Sol de Tomasso Campanella, Nova Solyma de Samuel Gott, L’Histoire des Sevarambes de Denis Varaisse D’Allais, Giphantia de C.F. Tiphaigne de la Roche, The Adventures of Gaudentio di Lucca de Simon Brighton, Memoirs of the Year 2500 de Louis Sebastien Mercier, Description of Spensonia de Thomas Spence, El falansterio de Charles Fourier, Voyage en Icarie de Étienne Cabet, y los mundos oníricos de James Silk Buckingham, E. Bulwer–Lytton, Robert Pemberton, Edward Bellamy, Theodor Hertzka, William Morris, Ebenezer Howard, W.H. Hudson, Émile Thirion, Gabriel Trde, H.G. Wells, Ralph Adams Cram, William Blake y, decíamos, Henry Morley. Del año 427 a.C. a 1946, la revisión que Lewis Mumford hizo en Historia de las utopías a los 27 años de edad, prefiguró la sagacidad intelectual de un utópico a su manera, que dedicó el resto de su vida a la reflexión sobre la técnica y las máquinas en la evolución humana y la civilización.

Lewis Mumford

El vagabundo inmóvil

Es fácil entender por qué Michel Tournier se recluyó en un antiguo presbiterio de Choisel, en el valle de Chevreuse, en los últimos veinte años de su vida: su espíritu nómada prefería desplazarse a través de la lectura y al momento de escribir, crear, mejor dicho, se desprendía del cuerpo para explorar mundos paralelos aunque sí, en efecto, durante un tiempo fue un peregrino irredento, un apasionado de tierras ignotas.

Es fácil discernir por qué se hizo escritor. Decepcionado por el rechazo que obtuvo en su oposición a una cátedra de la Sorbonne, donde fue alumno de Gaston Bachelard y de Jean–Paul Sartre, solo sus compañeros Gilles Deleuze y François Châtelet fueron admitidos. Él, Tournier, y Michel Butor, debieron buscar otras alternativas laborales, que no vocacionales. A saber, la edición, la radio, el periodismo. Butor se le adelantó en la literatura de ficción.

Y es que habían de transcurrir casi dos décadas para que Tournier concibiera su primer libro: Viernes o los limbos del pacífico, reinvención de Robinson Crusoe de Daniel Defoe, o había que precisar: fábula refinadamente intelectual de la leyenda de Alexandre Selkirk, el marinero que en 1705 fue abandonado en una isla del Archipiélago Juan Fernández por el navío Cinq Ports.

Tournier tenía 42 años cuando publicó Viernes…, obra instigada por las cualidades del mito pues “el héroe mitológico, si se apoya en el corazón de cada individuo modesto y prosaico, al mismo tiempo se alza al nivel de un éxito admirable. Es a la vez paradójicamente el doble fraterno de cada hombre y una estatua sobrehumana que la sitúa al mismo nivel que el Olimpo eterno. De suerte que cada héroe mitológico —y no solamente Robinson, sino Tristán, don Juan, Fausto— nos inicia en un proceso de autohagiografía”, explicó en El viento paráclito. Sin embargo, para esa aventura que representó el rescribir al héroe mitológico, Tournier debió entrenarse arduamente en la traducción del alemán al francés (Erich Maria Remarque fue, quizá, al que traicionó mejor), sin desdeñar la familiarización con la oralidad que acumuló en la radio en su oficio de locutor.

Especialista en la perversidad, El rey de los alisos (Premio Goncourt 1970), en la que se ocupa de expurgar la santidad y la ambigüedad de los instintos, interiorizando el relato en la consumación sagrada que propende la euforia (de eu, que etimológicamente da la idea de bien o alegría tranquila, y de foria, que significa llevar o sostenerse a sí mismo), y que explora, a su vez, el contenido de una sexualidad no genital; Los meteoros, obra maestra de la gemelaridad abortada desde la cúspide biológica hasta la sima de la imitación, de su propio simulacro; Medianoche de amor, libro de cuentos que a la manera de Bocaccio y El decamerón, transpira la tristeza de una colectividad ahogada en sus miserias; La gota de oro y su galería de herejes incapaces de aprehender, siquiera, su propia imagen o “El fetichista”, cuento que ridiculiza a su mediocre personaje a través de la confesión de sus vicios privados que nunca llegan a ser virtudes públicas, componen una soberbia sinfonía de los vacíos irreductibles y de la esclavitud de las urgencias mentales, emocionales, carnales, afectivas.

Es fácil comprender por qué no se consideró el Nobel para Michel Tournier. Se me ocurre que fue por su apego a la transgresión (léanse con minucia El rey de los alisos, novela que Volker Schlöndorff adaptó al cine en 1996, o Gilles y Juana, el cruce de una santa, la De Arco, y un demonio, De Rais), y por qué dejó de escribir tan pronto y eligió un catre metafórico. Tournier cita a Arístipes de Cirene en El vagabundo inmóvil: “Antes de abandonar el lecho, pregúntate siete veces si el que tú te levantes es útil a los dioses, al mundo y a ti mismo”. El 18 de enero, el gran Michel tal vez se hizo esa pregunta más de lo posible y decidió quedarse en cama.

La Folie c’est la folie

Roberto Calasso

Roberto Calasso

Dicen que el sueño es un presentimiento o un arrebato espiritual, un sueño pude ser la alegoría de las ideas en gestación o sólo un mensaje que ha de explicarse por sí mismo, cuando la fantasía busca asideros en su luminosa irrealidad. Borges lo veía de esta manera: “Tenemos esas dos imaginaciones: la de considerar que los sueños son parte de la vigilia, y la otra, la espléndida, la de los poetas, la de considerar que toda vigilia es un sueño” (Siete noches).
A través de una misiva, Charles Baudelaire le relató un sueño a otro Charles, Asselineau, que presagiaba la aventura estética del espíritu parisino y, a su vez, definió el diálogo intelectual entre la plástica y la literatura del siglo XIX. El sueño de Baudelaire, críptico, extraño, orgiástico, exuberantemente divertido, pudo ser una magnífica ficción surrealista: a las tres de la mañana, Baudelaire se encuentra con Castille, quien tenía que hacer unos recados, y ambos trepan a un coche de punto. Baudelaire debía entregar un libro suyo, de reciente aparición, a la Madame de un burdel. En la mente del poeta, se aloja la idea de aprovechar el viaje para fornicar con una puta, pero la experiencia ha de tornarse incómoda, extraña: antes de entrar al prostíbulo, Baudelaire advierte dos detalles escabrosos. Su pene cuelga por una abertura de la bragueta y va descalzo. El paroxismo adquiere mayor intensidad cuando pisa un charco al pie de la escalera.
El espacio al que ingresa el poeta es una especie de laberinto conectado por varias galerías. Ahí las chicas conversan con los parroquianos, algunos individuos matan el tiempo como suele suceder en los gabinetes de lectura. Las paredes de cada recinto están colmadas de dibujos, miniaturas y pruebas fotográficas, muchos de ellos dedicados a aves de plumajes coloridos. Baudelaire se tranquiliza al reparar en que, mágicamente, ha recuperado los zapatos.
Aquella vastedad gráfica en los muros, le hace pensar que un decorado de esa naturaleza sólo podía responder a los intereses artísticos del periódico Le Siècle, cuya perspectiva se reflejaba en la aspiración por instaurar un gran museo de medicina.
No obstante, de entre todas las piezas, destaca una figura viviente sobre un pedestal. Se trata de un monstruo nacido en esa casa. Aunque no es feo, como refiere Baudelaire a Asselineau, su morfología resulta alucinante: luce un rostro gracioso y bronceado, tipo oriental. De su cabeza emerge un apéndice color rosa verdoso, como una inmensa serpiente de caucho, que debe enroscarse en los miembros para poder caminar. El monstruo le dice a Baudelaire que su función consiste en permanecer en el podio, para la contemplación de la clientela. Y aunque no está del todo insatisfecho por ser parte del museo, el mayor problema radica en que debido a su tamaño, todas las noches comparte la mesa con una chica alta y esbelta.
Baudelaire no se atreve a tocarlo. Sólo se limita a escuchar su patética historia, cuando despierta súbitamente por el ruido que Jeanne Duval, su mujer, hizo al arrastrar un mueble.

Baudelaire por Gustave Courbet

Baudelaire por Gustave Courbet

Este sueño gravita o, mejor dicho, es el hilo conductor del asombroso libro de Roberto Calasso La Folie Baudelaire (2011), una inclasificable obra maestra como el resto de su bibliografía, La ruina de Kasch, Las bodas de Cadmo y Harmonía, Ka, K. o La rosa de Tiepolo, genuinos anfiteatros de clarividencia intelectual, donde el italiano ha desentrañado los misterios de la divinidad, la inspiración y el arte, a través de un oceánico periplo por las vidas, la inquietud creadora y la excelsa producción de pintores y poetas, esos seres cuya mirada nos recuerda que hemos perdido al paraíso.
La Folie Baudelaire es un amplio itinerario donde Calasso recupera una intuición plural: de Ingres a Delacroix y Chopin, de Degas a Manet, Gautier, Mallarmé, Rimbaud, Valéry, Saint–Beuve, Balzac, Flaubert, Proust, d’Aurevilly y Bourget, en cuyo centro palpita la ubicua presencia del autor de Las flores del mal, cada página condensa un instante que se asume eterno, el soplo del que fluye la genialidad con todas sus certezas. Folie, recuerda Calasso, era “lugar de caprichos y voluptuosidades” pero, también, “asilo de seres perdidos en la desolación de una tierra en la que sólo se puede ser chamán o exiliado o lo uno y lo otro a la vez”. Folie, vocablo francés que consigna a la locura, para Saint–Beuve era el quiosco raro, hecho de marquetería, que Baudelaire se construyó a sí mismo para gozar la exquisitez de los paraísos artificiales y mirar hacia la punta extrema de la Kamchatka romántica.
“¿Qué es la vida literaria sin una cadena de complicidades?” La pregunta que plantea Calasso prefigura el ánimo de su fascinante recorrido. La connivencia se halla en la rudeza con que tratan a Ingres los partidarios de Delacroix (Baudelaire incluido) y la conmiseración urdida por el respeto que Delacroix siente por Chopin; el contubernio por el “polen de la carne” entre Mallarmé, Degas, Manet y Renoir; la alianza imperceptible de la Décadence y la Modernité, exaltada por el propio Baudelaire al proclamar al ilustrador Constantin Guys como el máximo exponente del naturalismo y la belleza en Le Peintre de la vie moderne o la confluencia simbólica y remota que Nietzsche descubrió en una lectura casual. Calasso observa: “Contrariamente a lo que afirman los diccionarios, décadence es palabra alemana, o al menos sólo asume su pleno significado cuando se la traspone a la prosa alemana. Eso es lo que sucedió cuando Nietzsche la encontró, en 1883, leyendo el ensayo de Paul Bourget sobre Baudelaire. En esas páginas se encuentra la definición de qué es «un estilo de decadencia», líneas que tendrían una vasta descendencia, aunque Bourget fuera olvidado o citado solamente como novelista para señoras: «Un estilo de decadencia es aquel en que la unidad del libro se descompone para dejar paso a la independencia de la página, donde la página se descompone para dejar paso a la independencia de la frase, y la frase para dejar paso a la independencia de la palabra.» A partir de entonces Nietzsche tendió a sustituir por décadence el término alemán Verfall, hasta hacer repicar obsesivamente aquella palabra en la prosa extrema de Ecce homo. Ya en 1886, en una carta a Fuchs, Nietzsche escribía: «Ésta es la décadence: una palabra que, entre gente como nosotros, obviamente, no es una condena, sino una definición.»”
Calasso sigue meditando: “El décadent resulta cercano al fetichista: celebra el triunfo de lo idiosincrásico, se opone a que su singularidad sea absorbida por un todo”, y esta aseveración revela su propio estilo: La folie Baudelaire se descompone en vastas independencias como metáfora de la Exposición Universal. Ahí transita un Baudelaire que propone citas clandestinas a su madre Caroline en el Louvre; un Baudelaire cautivado por la bêtise poética y la bohème que ama por superstición; un Baudelaire visionario, testigo de la transformación de todo un siglo pues, tiene razón Calasso, “escritor es precisamente el que sabe captar todo a la letra”, incluso el sueño ajeno.
Para entenderlo mejor, recordemos lo que escribió el poeta Charles Simic: “El sueño más antiguo que se haya registrado, según se sabe, es contado por una mujer, la supervisora de un palacio en Mesopotamia, quien en su sueño entra a un templo y descubre que las estatuas se han desvanecido al igual que la gente que las veneraba. Para Calasso, la literatura es el guardián de todos esos espacios rondados por fantasmas”, y en La Folie Baudelaire se reúnen decenas de espectros y pinturas que, tal vez, alguien soñó en 1821, el año en que nacieron dos genios capitales: Charles Baudelaire y Gustave Flaubert.

El discípulo de Schopenhauer

Haruki Murakami comienza “Un órgano independiente”, quizá el mejor relato de Hombres sin mujeres, con esta idea: “Existe una clase de personas que, debido a una excesiva despreocupación, a sus pocos desvelos, se ven obligadas a llevar una vida sorprendentemente artificiosa”. El cuento habla de un exitoso cirujano plástico y solterón empedernido, cuyo goce existencial requería de pocos placeres: dos o tres amantes, una cena sencilla, una botella de Pinot Noir, tocar el piano, algunas prendas elegantes, un partido de squash y un apartamento de discreto lujo y en orden impecable. Por encima de todo, el doctor Tokai apreciaba su libertad. A la enérgica edad de 52, se jactaba de no haber amado a nadie. “¿Ha tomado usted alguna vez la decisión de no permitir que alguien llegue a gustarle demasiado? ¿Y, además, se ha esforzado por no permitirlo?”, le pregunta Tokai a Tanimura, el escritor (y alter ego de Murakami), quien responde que nunca ha intentado nada semejante e inquiere el porqué de la pregunta. Tokai confiesa: “Cuando alguien te gusta demasiado lo pasas mal. Como no creo que mi corazón sea capaz de soportar tal peso, me esfuerzo todo lo posible para que no me guste”. La manera en que el cirujano plástico conseguía su objetivo radicaba en contraponer los defectos a las virtudes de la mujer que pondría en peligro su independencia, y luego repetía mentalmente aquellos pros y contras como una especie de mantras curativos.
La parábola es incontrovertible. Tokai termina enamorándose de la mujer equivocada. (Dieciséis años más joven que él, casada y madre, huidiza y de sentimientos complicados, la mezcla perfecta para el solterón empedernido pues en el colmo de la contrariedad, no era precisamente hermosa y traicionaba con otro hombre que no era su marido).
Así, el cirujano plástico no solo cae en lo que Arthur Schopenhauer llamaría “la celada del amor” sino en la emboscada de sí mismo porque luego de leer sobre un médico judío que sufrió hasta lo indecible en un campo de concentración, Tokai comienza a cuestionarse “¿qué soy yo?”.
El amor es alimento. Intelectual, afectivo, emocional, sexual. Murakami mata de hambre a su criatura: le cierra la garganta para que no vuelva a entrar nada por ella y al final, ese tipo alegre y hedonista se consume hasta terminar hecho un harapo de huesos y pellejo.
Schopenhauer gustaba de estos versos de Goethe: “¡Por todo amor despreciado!/ ¡Por las furias del infierno!/ ¡Quisiera yo conocer/ algo más atroz que aquesto!”. Asimismo, en su infame misoginia, Schopenhauer se obstinó en postular al engaño como una de las peores debilidades femeninas.
El personaje de Murakami tiene la misma opinión: “Tokai estaba convencido de que todas las mujeres nacían con una suerte de órgano independiente especialmente diseñado para mentir. El dónde, cómo y qué mentiras cuentan varía un poco, dependiendo de cada una. Pero en algún momento todas las mujeres han de mentir, incluso tratándose de temas serios. En los asuntos triviales, naturalmente, también mienten, pero es que ni en los más serios se plantean no mentir. Y en esos momentos apenas les cambia el color de la cara o el tono de la voz. Eso se debe a que no son ellas, sino el órgano independiente del que están provistas, el que obra a su albedrío. Por eso, contar mentiras —salvo unas pocas excepciones— jamás atormenta sus hermosas conciencias ni altera sus plácidos sueños”.
Sin embargo, el cirujano plástico también tenía un órgano independiente, el que lo hizo enamorarse. Aquella pieza está en todos nosotros pero es aun más complicada. Su diseño es frágil y convulso, desquiciado y nebuloso: nos precipita a desistir (o rehuir) del amor porque siempre se termina. Quizá es por eso que Tokai, el hombre sin mujer, se resigna dócilmente al abandono y, embebido de nostalgia, finge ignorar que la pasión perdura solo si se extingue.

Nota en busca de una bolsa para el mareo


Recordar es leer en uno mismo. Los relatos que habitan las entrañas psíquicas emergen sin orden ni concierto, carecen de conexiones narrativas. Algunos son efímeros y se olvidan fácilmente, otros perduran sin remedio e incordian como un eczema espiritual. Escribes: “Me acuerdo de las desgracias que pasaron en la ciudad de mi juventud. Del chico que sin querer mató a su hermano de un tiro en la calle de al lado de la nuestra. Del chico que tuvo una reacción alérgica letal cuando sufrió picaduras de abeja múltiples. Del anciano muerto que encontramos en un barranco camino del colegio. Pero sobre todo me acuerdo de lo que me dijeron mi madre y mi padre sobre el niño que había muerto saltando desde el puente del tren. Había caído contra el pilote de hormigón que sujetaba el puente por debajo del agua y se quedó inconsciente. Se ahogó. Lo encontraron un par de días después enganchado en las ramas de un árbol a medio talar. Sobre todo, me acuerdo de eso”. Recordar es observarse desde adentro. Hay algo umbrío, ajeno e insondable en la figura que te devuelve la mirada como queriendo entablar un diálogo contemplativo, aunque quizás eso no te importe, a quién le importa debatir consigo mismo, para profundidades (solemos pensar) es preferible sostener la vista en lo que aparenta peso y dimensión pero se difumina de inmediato, sea el aliento o el humo de un cigarro. Escribes: “Enciendo un cigarrillo y, descansando ahí en la orilla, miro por encima del oscuro río iluminado por la luna y me pregunto cuántos recuerdos se me han perdido por el camino y si alguna vez los recuperaré. De repente, me siento invadido por una clase de tristeza muy particular, como algo hinchado y duro en el pecho, que está reservada para la pérdida de las cosas que son absolutamente preciosas y totalmente ilusorias, y los ojos se me inundan de lágrimas que me caen por las mejillas”. Recordar es resignarse a la vengativa desolación de todo lo que se queda en un tiempo y un lugar, lo que es necesario o irremisible dejar atrás. Nombres, rostros, fachadas, calles, nubes, trenes, desiertos y veredas, cuartos de hotel como fantasmas de una legión interminable de otros fantasmas, sí, tus canciones suenan a sesión espiritista, invocas a mujeres solitarias, asesinos, ángeles y vagabundos, tus canciones tienen su centro de gravedad en las emociones turbias y las satisfacciones momentáneas, sabes muy bien que la vida está hecha de instantes breves, al fin y al cabo, el Euchrid Eucrow de And the Ass Saw the Angel o el Bunny Munro de tu otra novela dedicada a los torcidos vericuetos de la muerte, encarnan las monstruosas realidades de ser y estar en la tierra. Escribes:
“Soy una casa encantada que aúlla y jadea llena de recuerdos.
Las camas tiemblan y las puertas de los armarios se abren de
repente,
y las sillas se apilan ellas solas una y otra vez.
Por el aire vuelan chorros de ectoplasma.
Se oye un ruido de cadenas procedente de mis intestinos”
y sabes que no es fácil ser una casa encantada, sobre todo si en esa casa no hay memorias que circunden las habitaciones, los armarios, las vitrinas, los rincones y escaleras. Una casa sin espectros no tiene magia, es una casa muerta.
Nick: hoy estás de luto por tu hijo Arthur. Él, como el niño que se estrelló con el pilote bajo el agua de tus más hondos recuerdos, cayó de un acantilado en la franja de Ovingdean en Brighton, donde pasas todo el tiempo, el resto del tiempo que te queda aquí. Podrías volver a tu canción para la bolsa del mareo y aliviar la atroz, inexpresable congoja: ahí hay un chico al que el hombre que sube al escenario coge de la mano. Caminan a la luz, al borde del mundo y, juntos, dan el último salto.

Interventores e intervenidos

En entrevista para Telenoche de Argentina acerca de El Aleph intervenido, le preguntaron a la iracunda cancerbera: “¿Ha pensado en quién va a cuidar la obra de Borges en el futuro?”, a lo que ella respondió: “En el futuro sí, ya tengo a alguien que es peor que yo”, aunque es difícil imaginar a una quimera más salvaje o despiadada que María Kodama, ser que se ha ganado a pulso el celo y la animadversión de escritores e intelectuales no solo del Cono Sur sino del planeta entero gracias al ímpetu con que ha encarnado el papel de viuda avara, déspota y rabiosa, ese triste papel que la incluye en la ralea de insignes señoras como Yoko Ono (de Lennon), Courtney Love (de Cobain), Nancy Spungen (de Sid Vicious), María Castaño (de Cela) o Nicoletta Mantovani (de Pavarotti). El affaire Kodama–Katchadjian no es un pleito de mentecatos, responde a un guión previsto por los protagonistas: arguyendo la “defensa” de la obra de Borges (¿alguien le cree?) y el resguardo de la propiedad intelectual (en eso no miente, separando lo intelectual la propietaria es ella), Kodama aprovecha sus descomunales aspavientos para disuadir a todo el que pretenda atentar contra su dote; por su parte, y aunque Katchadjian replique que no obtuvo ganancias de El Aleph engordado ya que casi todo el tiraje se obsequió y solo vendió unos cuantos a precio irrisorio, la verdad es que habría que ser más que un imbécil como para no sospechar que los picaplietos se le echarían encima. ¿Ingenuidad o provocación deliberada? Quizá Katchadjian sabía que la tirria que inspira la Kodama le facilitaría defensores a su causa y que el asunto no pasaría de unos cuantos dimes, diretes y periodicazos porque su atrevimiento no valía la pena pues es cierto: la prisión es un castigo macanudo y demencial para alguien que no robó absolutamente nada, el interventor se cuidó muy bien de evadir el plagio con la posdata en la que aclara su añadido de 5,600 palabras a las 4,000 de Borges.

A Kodama pocos —o casi nadie— le dan su apoyo, ahora cosecha lo que sembró en la república de las letras argentinas. Sin embargo, a Katchadjian lo defienden muchos porque, volvamos a subrayar, la sanción de uno a seis años de cárcel es monstruosa. Sin embargo, este incidente debió de provocar algo más que un litigio telenovelesco y que un clamor colectivo en contra de un legado, debió de promover un debate sobre el tema: ¿es la intervención literaria una engañifa, una memez similar al arte VIP?

Intervenir un cuento o un poema o un trozo de novela no solo supone la ley del mínimo esfuerzo (al fin y al cabo, al enfrentarse a un texto los lectores lo intervienen mentalmente), sino una forma fácil, gratuita, de sumar trabajos a una presunta bibliografía. ¿Intervenir una obra célebre puede repercutir en una obra propia? ¿Intervenir aporta algo, cualquier cosa que sea, al original? ¿Qué tipo de escritor es el que recurre al atajo creativo para adornarse con agregados a piezas reconocidas por unanimidad? ¿Qué clase de servicio le ofrece al lector?

Quienes abogan por Katchadjian tienen razón en un punto: el tipo no cometió ningún delito pero no estaría mal que se hicieran una pregunta. ¿Se quedarían de brazos cruzados y honrarían a quien intervenga sus trabajos? Algunos dirán que sí, faltaba más, no obstante que el ego del escritor sea una región ignota, insondable, hasta en los temperamentos más mediocres palpita el recelo por mantener la propia obra a salvo de cualquier intruso.

Que levante la mano aquel que permitiría sin trámite alguno que en sus cuentos, poemas o novelas, por magníficos o humildes terregales que parezcan, se perpetrara la invasión de algún paracaidista.

Intervenir no supone problema o dificultad alguna. Las cosas cambian cuando se es intervenido.